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Cultura gastronímica

La cocina china

La cocina china por Eduardo

Últimamente en Argentina y en todo el mundo, hay un encuentro de culturas, aunque por lo general meramente por moda y superficial. Aún es dificil apreciar la cocina china en su verdadera esencia.
East is East, West is West and they shall never meet each other, decimos, con frase de Kipling, al estudiar la cocina francesa. Traducción: El Oriente es el Oriente, el Occidente es el Occidente, y jamás el uno podrá encontrarse con el otro.
La cocina china resulta inadmisible para los occidentales y, sin embargo, es la más sabia, la más exquisita y la más civilizada del mundo. Cuando un europeo se toma el anca de un batracio, considera que hace una gran hazaña, sin pensar que los chinos se nutren casi exclusivamente a base de insectos y algas marinas, y, cuando se toma una chocha o una perdiz con ocho días de faisanaje, cree ponerse por este hecho en el límite de la civilización, allí donde sólo una tenue línea, inapreciable para el bárbaro, separa la podredumbre del refinamiento; pero los chinos saben que puede irse mucho más allá. Los chinos son muy viejos y lo saben todo. Su cocina es un punto de equilibrio entre los venenos y los contravenenos, entre los tóxicos sutiles y las drogas neutralizadoras. Como adobo utilizan la luz de algunas lunas —no todas— y las fosforescencias cadavéricas, y en cuanto al faisanaje, ¿qué importa en la China el de las cosas, comparado al de los individuos? Los chinos, en efecto, van ganando honores a medida que van faisaneándose y, mientras no alcanzan un cierto grado de putrefacción, no obtienen el menor respeto por parte de sus compatriotas.
Yo no he estado todavía en la China, país maravilloso, que falta en mi ya considerable colección de países. ¡Qué quieren ustedes! ¡Uno sólo puede coleccionar países de poco precio, y, aunque al amparo de la “valuta” haya conseguido alguna vez una pequeña ganga, no ha logrado nunca transportarse hasta esa China fabulosa que se encuentra tan lejos de nosotros. Conozco, sí, el Caza¡ de Piecadilly y el restaurant chino de Regent Street; conozco el chinois de la rue Racine y los Chops-Sueys neoyorkinos; conozco, en fin, varias China-towns y, entre ellas, ese misterioso barrio de Lima, donde los hijos del Celeste Imperio preparan las pipas de opio para los del Antiguo Imperio del Sol. Sin dominar, por lo tanto, la culinaria chinesca, tampoco la ignoro completamente, y cuando, de pasaje en un barco, veo a un camarero chino servirle a alguien una taza de caldo y reservarse para sí la rata que le dió sabor, no me río del chino ni me río del viajero, ni siquiera me río de la rata. No me río de nadie ni de nada y me río, como los chinos, de todos y de todo.
Jules Claretie, en su Paris Asiégé, dice que durante la guerra del setenta los gourmets se invitaban a comer con esta nota complementaria: “No deje usted de venir. Habrá ratones”. Circunstancialmente, la necesidad venció al prejuicio; pero París, a pesar de su pretendido refinamiento, no estaba preparado aún para comer ratas, como Londres no lo está, por ejemplo, para comer caracoles.
Tampoco todos los chinos pueden tomar té chino, y, en general, toman esos tés de la India, cargados de tanino, que exportan las Compañías inglesas. El mejor te chino es el pecoé naranja, compuesto únicamente por los brotes terminales de las ramas de la planta. El segundo en categoría es el pecoé, compuesto por sólo una hoja de cada rama (la primera que sigue al brote terminal). El tercero es el SiaoTchong (compuesto por la segunda hoja), y el cuarto es el Con-fú, compuesto por la primera mitad de la hoja tercera. Todos estos tés pueden ser negros o verdes, según se los haga fermentar o no antes de la torrefacción, y, claro está, no deben saborearse nunca más que en tazas ilustres en ejemplares únicos de la gran porcelana nacional.

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